Ya han pasado 6 años de lo que fue la travesía del Atlántico y de
tanto en tanto me asaltan a la memoria recuerdos que, como estrellas fugaces o cometas, no alcanzas a compartir con tu interlocutor, pues ya han desaparecido.
El tiempo de ver en estos tiempos, es difícil ponerlo en continuidad con un
tiempo de comprender lo que significa para cada uno respirar. La experiencia
de vivir pasa por el filtro de lo digital, donde la virtualidad, on-line, hacen
de tu Nick tu sello particular, el emoticono comprender lo que necesitas saber
y las redes sociales un paredón sin ley donde escribimos la realidad y al
cabo de una hora ya es basura digital.
Quizás en la historia de
la humanidad nunca antes se había escrito tanto como en esta época y la
escritura fuese el medio de hacer vínculo social pero, a diferencia de lo que
sería la escritura en los viejos tiempos analógicos, se escribía para que
perdurará en el tiempo y se hacía vínculo social fundamentalmente con la palabra. Probablemente el valor de lo escrito en los "antiguos" consistía
entre otras, en transmitir el saber. Es el valor de los textos clásicos en dos
volúmenes. En estos tiempos el saber ya no es tan seguro que venga de lo
escrito, pues google no lo sabe todo, y en muchas cosas lo difícil es saber si
lo que sabe, lo sabe bien o hay que seguir navegando. El papel y la tinta
resisten, como velero a temporal, al teclado, a la pantalla y a una buena conexión a
internet.
El momento de ver, recuerdo,
fue a unas mil millas de cabo verde, ya llevábamos navegados el ecuador
del Atlántico y nos habíamos amarinado a la rutina de las guardias, el alisio nos
empujaba a buen ritmo en dirección a Martinica, después de una primera semana
realmente dura. Gabriel dormía y yo estaba de guardia repasando visualmente la
jarcia y sus arraigos, las velas. La rueda del timón apenas sentía mis manos,
síntoma de que íbamos bien trimados y el barco estaba equilibrado. Teníamos la
vela mayor con un riso y el Génova a tres cuartos, pues a las noches solía
subir el viento y preferíamos no dejarlo todo abierto, evitando así que guiñadas
involuntarias nos pusiera el barco de proa al viento y al mar con mucho trapo
izado. Con un riso y el Génova a tres cuartos el barco era muy gobernable y no
bajábamos de 5 nudos. Una guardia maravillosa, poco calor en la bañera y una
brisa marina que hacía que la "Nao Cacao" superara las olas como una
gran marinera.

Cuando Gabriel despertó le
comenté que el enrollador de Génova se había enredado en la proa, pero que
ya estaba arreglado. Me miró a los ojos y me dijo: "Que sea la última vez..!"