lunes, 23 de abril de 2018

El día en que Gabrielito me llamó al orden: Del tiempo de ver al tiempo de comprender





Ya han pasado 6 años de lo que fue la travesía del Atlántico y de tanto en tanto me asaltan a la memoria recuerdos que, como estrellas fugaces o cometas, no alcanzas a compartir con tu interlocutor, pues ya han desaparecido. El tiempo de ver en estos tiempos, es difícil ponerlo en continuidad con un tiempo de comprender lo que significa para cada uno respirar. La experiencia de vivir pasa por el filtro de lo digital, donde la virtualidad, on-line, hacen de tu Nick tu sello particular, el emoticono comprender lo que necesitas saber y  las redes sociales un paredón sin ley donde escribimos la realidad y al cabo de una hora ya es basura digital.

 Quizás en la historia de la humanidad nunca antes se había escrito tanto como en esta época y la escritura fuese el medio de hacer vínculo social pero, a diferencia de lo que sería la escritura en los viejos tiempos analógicos, se escribía para que perdurará en el tiempo y se hacía vínculo social fundamentalmente con la palabra. Probablemente el valor de lo escrito en los "antiguos" consistía entre otras, en transmitir el saber. Es el valor de los textos clásicos en dos volúmenes. En estos tiempos el saber ya no es tan seguro que venga de lo escrito, pues google no lo sabe todo, y en muchas cosas lo difícil es saber si lo que sabe, lo sabe bien o hay que seguir navegando. El papel y la tinta resisten, como velero a temporal, al  teclado, a la pantalla y a una buena conexión a internet.

El momento de ver, recuerdo, fue a unas mil millas de cabo verde, ya llevábamos navegados el ecuador del Atlántico y nos habíamos amarinado a la rutina de las guardias, el alisio nos empujaba a buen ritmo en dirección a Martinica, después de una primera semana realmente dura. Gabriel dormía y yo estaba de guardia repasando visualmente la jarcia y sus arraigos, las velas. La rueda del timón apenas sentía mis manos, síntoma de que íbamos bien trimados y el barco estaba equilibrado. Teníamos la vela mayor con un riso y el Génova a tres cuartos, pues a las noches solía subir el viento y preferíamos no dejarlo todo abierto, evitando así que guiñadas involuntarias nos pusiera el barco de proa al viento y al mar con mucho trapo izado. Con un riso y el Génova a tres cuartos el barco era muy gobernable y no bajábamos de 5 nudos. Una guardia maravillosa, poco calor en la bañera y una brisa marina que hacía que la "Nao Cacao" superara las olas como una gran marinera.

No contento con estas buenas condiciones de navegabilidad quise abrir todo el Génova, con la idea de que iríamos mejor, pero el enrollador no me respondía y todo indicaba que se había enredado en la proa. No era urgente, pero había que desenrollarlo, pues el Génova siempre tiene que abrir y cerrar perfectamente. Pensé en despertar a Gabriel para hacer la maniobra, pero dormía placida y profundamente. Me dije a mi mismo: "Nada, hay buenas condiciones de mar, es cuestión de ir a la proa, desenredo el cabo y continuamos." Quise ponerme el arnés, pero las condiciones eran tan buenas y agradables que no lo vi necesario (el arnés siempre es necesario). Me acerqué muy despacio a la proa sujetándome fuerte del pasamanos de la cabina. Cuando llegue a la proa y vi el mar tan cerca del botalón de proa que casi lo tocaba con las manos, pensé: "Mejor haber venido con el arnés puesto..."  Al cabo de un silencio interior acompañado de un suspiro pensé que lo mejor era no pensar en nada que no fuera desenredar el cabo del enrollador en ese día precioso e idílico para navegar en la mitad del Atlántico. El cabo lo desenredé relativamente rápido y me agarré con mucha fuerza al balcón de proa: respiré hondo y a cuatro patas y de manera decidida llegué al pasamanos del casco. Sin vacilar regresé a la bañera. Lo primero que hice fue coger entre mis manos el arnés y abrirlo y cerrarlo un par de veces, después me tomé un trago de café y me escuché silbando una de las canciones de Gabriel.

Cuando Gabriel despertó le comenté que el enrollador de Génova se había enredado en la proa, pero que ya estaba arreglado. Me miró a los ojos y me dijo: "Que sea la última vez..!"